viernes, 28 de agosto de 2009

La partida


No sé si os habéis dado cuenta, pero los días comienzan a ser más cortos y, por las tardes, el cielo se enciende antes de naranja y rojo. Se observa mejor en la playa, cuando, como una bola grande y densa, el sol parece que estuviera cansado mientras se va perdiendo dentro del mar, mezclándose con azules y violetas. O conduciendo de regreso a la ciudad, durante ese espacio, apenas unos minutos, en el que hasta las marismas parecen guardar silencio para contemplar el espectáculo.

Reparo en que este largo y cálido verano roza el final de agosto y me viene a la cabeza la imagen del taco de hojas del almanaque pasando a gran velocidad, como el recurso aquel del cine para expresar un intervalo de tiempo. A mí siempre me ha gustado más arrancar las páginas de los calendarios de meses, de esos que regalan las imprentas en Navidad, con unas semanas de retraso. Es como si al tener que levantar la hoja en la que estoy para ver qué hice un fin de semana de julio, lo pasado se incorporara y la vida tuviera más continuidad.

Mi amiga Mariví me ha dicho un par de veces que el mundo no se va a acabar este año. Yo, por si acaso, decidí no cogerme vacaciones, descansar poco y salir mucho. Quién sabe -pensé- cualquiera puede ser, de repente, el último verano. Todos los lunes, al volver a la oficina, me reencontraba con una realidad sin grandes cambios apreciables, salvo que todo el mundo se iba yendo, claro. Me dí cuenta que hacía mucho que no escribía y que el cansancio, a veces, se disfrazaba de tristeza. Esa tarde me fui a la playa y mientras veía otro día marcharse por la última línea de luz que se apagaba sobre el agua, elegí aguardar el porvenir sin prisa, esperando lo que esté por llegar, disfrutando atardeceres.

Entretanto, justo ahora, me llega el momento de llenar una maleta. No me gusta pensar en el final del verano, por eso procuro hacer algo para tener la sensación de que en septiembre es un comienzo, mas allá de la vuelta al cole, al curso político y a los coleccionables en los kioscos. Me voy. No es sólo montarse en un avión, desconectar, huir. Viajar es una determinación, una vivencia rotunda.

Mientras elijo un vestido, un bikini y unas chanclas, sé que no me acordaré del blog, que no pensaré en el regreso ni lo que nos deparará la programación cultural este otoño.

Antes busco una foto de mi verano y la siempre visionaria relectura de Benedetti en estos tiempos extraños:

"Hay gente que entiende lo que esta pasando, que cree que es absurdo lo que esta pasando, pero se limitan a lamentarlo. Falta pasión, ése es el secreto de este gran globo democrático en que nos hemos convertido. Durante varios lustros hemos sido serenos, objetivos, pero la objetividad es inofensiva, no sirve para cambiar el mundo, ni siquiera para cambiar un país como el nuestro.
Hace falta pasión, y pasión gritada, o pensada a gritos, o escrita a los gritos. Hay que gritarle en el oído a la gente, ya que su sordera es una especie de autodefensa, de cobarde y malsana autodefensa. Hay que lograr que se despierte en los demás la vergüenza de si mismos, que se sustituya en ellos la autodefensa por el autoasco. El día en que sientan asco de su propia pasividad, ese día se convertirán en algo útil".

Nos vemos a la vuelta y, si queréis, os cuento qué tal es el mundo que vea por ahí fuera. Mi viaje es una ciudad, una playa, una isla, un continente. El destino no es lo importante si comienza antes de la partida.

Me han recomendado llenar bien los ojos para luego compartirlo. Por eso tengo la mirada más abierta que nunca y una especie de felicidad inquieta que me hace sentirme más viva.